martes, 26 de julio de 2016

La consideración del matrimonio entre Joaquín y Ana, según una antigua tradición padres de la Virgen María, es como una visita guiada por la estructuración de una familia. De acuerdo, hay familias no estructuradas, pero también las hay que han podido mantener una ideas de lo mejor en la práctica. Y una de esas familias vamos.

El atractivo mutuo del hombre hacia la mujer llega un momento en que se estabiliza. Ambas partes acuerdan una unión exclusiva y para siempre. Piensan que de esa manera el atractivo se puede volver cariño y amor, y hacia eso van. En su tiempo, el pueblo judío -'por la dureza de su corazón'-, aceptaba la poligamia. Pues no, Joaquín y Ana, no.

Cierto que, como todo matrimonio entre hombre y mujer, tienen la esperanza de tener algunos hijos, pero no llegan. Pasa el tiempo y no se anuncian. Es un revés que reciben pero bueno, la vida no se acaba ahí. Y siguen con su matrimonio, abiertos ambos al trato cariñoso con familiares y vecinos.

Esos reveses pueden tolerarse si se tiene una esperanza superior a la de tener hijos, que la abarca y la supera. Es la esperanza propia de quien obra el bien, con rectitud, y pone su vista en bienes superiores. En concreto, agradar a Dios con lo que se tiene, con lo que se ha recibido, aceptando las posibilidades -siempre limitadas-, con las que se cuenta.

Pero viene la hija, el fruto del matrimonio tan esperado. Y es una hija preciosa, alegre, que muy pronto se muestra despierta, lista y, gracias al ejemplo de sus padres, muy inclinada hacia el bien, hacia lo mejor. Esa hija trae a los padres una satisfacción enorme. Su vida no quedará chata, menuda, mínima, sino que se prolongará en una descendencia.

Tampoco será mala la descendencia que les dé la Virgen María, les da como nieto a Jesús, el anunciado por los profetas y esperanza de todos los hombres.

¡A cuánto puede llegar una familia! Bien, es verdad, este es un ejemplo máximo, pero es un ejemplo estupendo.

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