domingo, 28 de febrero de 2016

Enamorarse de Dios

Todo cuanto existe en la tierra ha de verse como iniciativa de Dios. Tanto en el mundo físico como en el humano. Especialmente en este último, donde la aplicación de los hombres a sus tareas puede ocultarlo.

La iniciativa de Dios se mide por su amor. Dios es amor, por tanto, no es una hipótesis considerarlo sino el modo apropiado de hacerlo. Y ese amor quiere que llegue a todos los hombres. Para ello, ha puesto dos vías fundamentales: a) el matrimonio y la familia que a partir de él se constituye; y b) el apostolado personal de quienes pertenecen a la familia de la Iglesia. De ahí que haya que entender el matrimonio y el celibato apostólico como auténticos caminos de santificación.

Algunas personas inician el noviazgo o el matrimonio con muy poco conocimiento de su importancia. Quizás solamente les impulse la tendencia que, por otra parte, es también obra de Dios. Por eso no es de extrañar que esa misma tendencia sexual no sea algo ciego, visco o sordo para los verdaderos cristianos que saben leer en ella una transmisión de amor.

Tanto los novios como las personas llamadas por Dios en el celibato, han de saber desvelar ese amor. Se le encuentra en la belleza con la que ha instalado la casa del hombre (el universo, el mundo), y en la fuerza que ha dado a su inteligencia para pueda comprender, sacar provecho y adaptarse a las condiciones que el mundo le brinda.

De ese modo, el hombre y la mujer llegan a enamorarse de Dios.

Pero, ¿cómo puede surgir ese fenómeno tan espontáneo y tan relacionado con la figura y las cualidades físicas de la persona? A Dios no se le ve.

En primer lugar, el enamoramiento entre hombre y mujer es verdad que se inicia tras el aparecer físico del otro/a, pero amor-amor, lo que se llama enamoramiento, solo tiene lugar cuando detrás de las apariencias aparece la persona de cada uno de ellos. Un cuerpo atrae otro cuerpo, solo la persona atrae a otra persona. El atractivo puede darse entre docenas de hombres y mujeres, sin que ello suponga una llamada al amor perpetuo. Y hombre y mujer, no debe olvidarse, están hechos para lo permanente. Los resultados de esa unión, los hijos, también necesitan esa permanencia.

Enamorarse de Dios es posible cuando se cae en la cuenta de cuánto amor pone en sus obras, en cada cosa pero, sobre todo, en cada persona. Incluido yo mismo. Yo mismo estoy envuelto y relleno del amor de Dios. Más que paterno y materno, si lo comparamos con el que nos dan nuestros padres. Ellos nunca nos podrán dar tanto.

Y así se llega a enamorarse de Dios, origen de todo amor posible en el mundo, que nutre y saca adelante con fuerza todo lo demás.

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