domingo, 24 de agosto de 2014

Una primera y única convicción.

-Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?

Es, posiblemente, la pregunta más profunda, más directamente dirigida al interior del hombre, que Jesucristo nos puede hacer. Mucho hablar, pero yo ¿quién soy para tí? ¿Qué lugar ocupo en tu corazón, en los principios de tu querer, de tu entender, de tu afectividad?

Más adelante le hace una pregunta muy similar al mismo Simón Pedro: -¿Me amas?, ¿me amas más que éstos, más que todos, eres el primero en amarme? ¿Quién soy yo para tí, por quién me tienes?

No debería tomarnos de sorpresa la pregunta porque nos la deberíamos haber hecho y respondido hace mucho tiempo. Pero bien, ahora, otra vez. Porque las cosas importantes han de ser renovadas en nuestra valoración de cosas importantes.

Ortega y Gasset escribió y habló sobre la diferencia entre ideas y creencias. Todos estamos llenos de ideas, las hemos leído, las hemos escuchado, medio las hemos pensado. Ideas, opiniones, preguntas, discusiones, preferencias, bla bla. ¿Qué nos queda de todo ello en nuestro corazón? Podemos tener ideas dominantes, que triunfan entre otras de su misma condición, pero las ideas se cambian. Alguien nos convence, o nosotros por algún motivo olvidamos, sustituimos, dejamos en el fondo del armario sin darles lugar a respirar. Son ideas.

Pero hay creencias, convicciones. Algunas las instalamos con mucho cuidado, o con mucho esfuerzo, o insistentemente, o no logramos que encajen aunque querríamos y las dejamos pendientes de instalar. Otras, en cambio, han entrado sin sentirlo, casi sin quererlo: el amor a la madre, al hijo, o a un trabajo, o a una tarea. Levantarme a una hora para que me de tiempo; hacer esto lo primero de todo; mirar un aparato, controlar un cuadro de luces, de conexiones, todo un sistema de comunicación... Estoy convencido, es que ni tengo que proponérmelo, es que lo hago y ya está.

-¿Quién dices que soy yo? -Mi Dios, mi Señor.
-Ya, y eso ¿qué quiere decir?
-Quiere decir que eres el primero, que tu presencia y tu voluntad orienta todo mi día. Que todo puede cambiar menos este punto de partida: Tú y tus cosas.

Don Álvaro del Portillo entendió -lo primero y lo único que entendió-, que ayudar a la gente a encontrar a Dios en medio del mundo, es decir, sacando adelante a su familia, su trabajo, la sociedad; y ayudar a la persona a la que Dios lo había inspirado, a san Josemaría, era todo cuanto tenía que hacer en la vida. Y se puso a ello. Y Escrivá pronto descubrió que esa era la persona que Dios le había mandado para ayudarle.

No hay nada más bello que entender esta verdad, porque tiene que ver con lo más radical que podemos encontrar en el hombre. Conocer la tarea para la que Dios me quiere. Tenerla como convicción primordial y procurar realizarla con todas mis fuerzas, esa su belleza.

Envidiable, deseable, a por ello.

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