viernes, 9 de abril de 2010

El desayuno que preparó Jesús

Nos cuenta el Evangelio de s. Juan (24,1-19) que Pedro y otros cinco discípulos, afincados por poco tiempo en Galilea, según indicación expresa de Jesús, deciden ir a pescar. Era su profesión. Para san Josemaría estaba claro que en los momentos libres el modo de aprovechar el tiempo es volver a la profesión. Siempre hay algo que organizar, que mejorar en ella, que innovar.

Los discípulos vuelven a ejercer una profesión que conocen. Pero en toda una noche de trabajo fatigoso no consiguen nada. Están cansados, hambrientos y, quizás, con la impresión de haber perdido el tiempo.

No lo pierde Jesús, que siempre anda aprovechando nuestras cosas para animarnos y enseñarnos. Desde la playa les dice que tiren las redes a su derecha. Se llenan de peces. Este contraste, entre el esfuerzo humano inútil y la indicación divina provechosa, siempre se convierte en sobresalto. Desde nuestra caída en Adán, hay un salto entre lo corriente y lo espiritual. Lo corriente no tiene perspectivas especiales, las que hay están a la vista. Lo espiritual se refiere a la plenitud y al futuro. Nosotros debemos unir, como Cristo, lo vulgar y lo grandioso, lo efímero y lo trascendente.

Pedro se lanza al mar y encuentra a Jesús ocupado en prepararles el desayuno. Un fuego, unos peces ensartados, un tufillo... En esta ocupación entrevemos a la Madre, a María, en quien también lo humano y lo divino están entremezclados. Quizás alguna vez Jesús se adelantó a su Madre y le ayudó a preparar un buen desayuno familiar, que siembra una alegría natural y que puede ser preludio de conversaciones más íntimas e importantes.

Ese desayuno creó el ambiente para la reposición de Pedro en su puesto de Roca de la Iglesia. "¿Me amas?"

¡Qué unido está todo en Dios! Una vida familiar amable es el origen de una vida espiritual más plena. Algo de esto se repite también en ese desayuno, o merienda, entrañable de la Eucaristía.

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