Un día le preguntaron a Jesús cuál era el primer mandamiento. Por la respuesta que diera podría saberse su pensamiento, si era novedoso o si era partidista. Pero Jesús contestó como un judío piadoso, aludiendo a la Shemá -Deut 6,4 donde se habla del amor supremo debido a Dios-, y uniéndole lo enseñado en Lev 19,18 acerca del amor al prójimo, al que hay que amar como a uno mismo. Las dos afirmaciones son dignas de admiración, pero el orden y la conexión que Jesús les encuentra son lo más destacable. Más bien enseña que no hay verdadero amor al prójimo si no hay amor a Dios. Y no hay amor al prójimo que no proceda de Dios y a Dios conduzca.
San Pablo afirma que nada en el mundo nos podrá separar de esos amores, nada, ni la tribulación, ni la angustia, ni la persecución, el hambre o la desnudez, el peligro o la espada. Aunque lo cierto es que hay algo que puede relegar esos amores: nuestra voluntad, nuestra falta de ganas, el renovar el empeño, el relegarlo con frialdad. Si no queremos, no hay nada que hacer.
Pero, si queremos, estamos en la misma línea trazada por Dios, con lo cual la posibilidad se refuerza. Y terminaremos insistiendo que la gracia de Dios acompañe nuestras obras, para que veamos almas en lugar de hombres o mujeres concretos, veamos a las personas como a quienes hay que salvar. Siendo positivos, disculpando, conviviendo, siendo positivos, sin murmura. Hay quienes no viven a gusto si no se crean enemigos, si no logran encender la pasión de alguien hasta que explote en improperios o en obras dañinas.
Nosotros estaremos en unión con Dios y con los hermanos si cuidamos la comunión eucarística. La comunión con Dios y con los hombres la lograremos estando en comunión con Cristo, recibiéndole en la comunión sacramental. De ese modo, será más fácil hacer presente a Jesucristo en todos los lugares, en la familia y en la sociedad. Nuestra actuación dejará entrever a Jesucristo, seremos signos suyos, anunciadores de su vida y de su mensaje a través de nuestra manera de comportarnos.
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