Las fiestas de Navidad nos han dado a conocer, sobre todo lo demás, el amor que Dios nos tiene, al habérnoslo manifestado con la venida de su Hijo. Se dice pronto y parece increíble: que Dios, el Hijo de Dios, haya venido a la tierra para estar con nosotros, naciendo de una mujer de nuestro pueblo, o del pueblo de al lado, si se prefiere.
El amor de Dios es indudable. Hace poco leía un texto que interpreto, porque no lo tengo a mano: Adán eligió los bienes corporales sobre lo espirituales; pero Jesucristo nos ha enseñado a preferir los espirituales sobre los bienes corporales, que nunca deseó demasiado y que, al final, le fueron denegados. En pocas palabra, ahí está bien expresada su enseñanza.
El amor que Dios nos tiene es innegable, pero el que nosotros le tenemos a Él, deja mucho que desear. A veces es vehemente, impulsivo, y a veces es apagado o casi inexistente, porque nos hemos distraído con otra cosa, o porque nos hemos levantado con alguna molestia y estamos pendientes de nosotros y que no nos hablen de otra cosa.
Pero, ¿si no amamos a Dios, a quién o qué es lo que vamos a amar? Indudablemente algo muy inferior, y menos duradero. Los hombres somos inconstantes por naturaleza: es imposible que nuestro acto de ser se ejerza en todos sus aspecto ininterrumpidamente. No, nosotros nos actúamos por zonas, y poco a poco, y alternativamente. Por eso hemos de repetir nuestros actos de fe, de esperanza y de caridad. No hay más remedio,no somos Dios, Acto puro.
Sabiamente, la Iglesia hace que las conmemoraciones se continúen, y hace memoria de multitud de cosas importantes, que no hemos de olvidar. Nosotros hemos de proceder así, también, en nuestra vida personal. Está la agenda, la anual, la semanal y la diaria; de papel o electrónica. Todo es poco para despabilarnos y disponernos.
El amor que Dios nos tiene es la fuente de la que hemos de renovar nuestro afecto. Una fuente cargada de razones. A las personas las queremos no porque lo merezcan, que quizás lo merecen, sino porque el amor a Dios nos impulsa a amarlas. De ese modo no hay lugar para reproches, acusaciones, ni para indignarnos. ¡Cómo nos vamos a indignar cuando Jesucristo ha probado que nos quiere, no por nuestra fidelidad, sino porque Él es fiel!
Jesús se ha inventado la Iglesia: esa intrincada communio tan esclarecedora: comunión de personas, en comunión con Dios, y ambas cosas por la comunión eucarística. La comunión con Cristo nos lleva a la comunión con el Padre y el Espíritu Santo y con todas las personas del planeta.
Comunión que habremos vivido en esta Navidad. Y si no ha sido muy intensa, ahora tenemos delante el momento preciso. Nuestra Madre Santa María es la persona de la comunión: en Ella convergen todos los amores, los de la Trinidad, los de Jesucristo en particular, el amor a todos los hombres, razón por lo que Ella es quién es, cara a Dios y cara a los hombres.
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