viernes, 14 de octubre de 2011

¿PODEMOS ESPERAR QUE SEREMOS SANTOS?

No se trata de ser perfectos, como si perfecto fuese lo acabado e inmejorable. Cuando se habla de un hombre perfecto, solo nos podemos referir a Jesucristo, que lo es por ser Dios. Pero incluso al referirnos a Él, tampoco estamos hablando de una perfección estática, digna de un museo. Jesús es perfecto hombre porque realiza en su humanidad la voluntad que entiende que quiere su Padre en cada momento para bien de los hombres. Para nosotros, ser santos tampoco es una perfección acabada  sino un estar cerca de Dios haciendo su voluntad de la manera más acertada que se nos ocurra. Esa es la actitud que podríamos llamar perfecta. Pero no es un logro, sino una tarea.

Muchos ponen su esperanza en conseguir un título, estabilidad en el trabajo, unos ingresos a poder ser fijos, garantizados. O ponen su esperanza en tener salud, en que no se reproduzcan aquellas molestias. En definitiva, aunque las aspiraciones sean modestas, en que las cosas marchen bien, en que tenga un poquito de buena suerte. Es verdad, todo eso es muy deseable, ¿pero en qué puede fundarse una esperanza así?, ¿dónde la apoyo, quién me la garantiza?

No va por ahí la esperanza. La esperanza solo puede apoyarse en Dios, que quiere que yo alcance la vida eterna. Y, por tanto, espero firmemente en que me ayudará a conseguirlo. Ahora bien, entonces, ¿no puedo tener ninguna esperanza en que conseguiré algunos bienes humanos, en que podré vivir con un poco de tranquilidad en esta vida?

Veamos. La búsqueda prioritaria de Dios y de trabajar por llevar a cabo su voluntad, nos llevará a poner mucha ilusión en conseguir todo tipo de bienes, materiales y espirituales para toda la gente. Amar a Dios no supone una especie de 'paro laboral', de relax, de inactividad. Todo lo contrario, amar a Dios es amar sus deseos para con los hombres y brincar por realizarlos aquí y allá, en la familia, en el trabajo, en la comunidad de vecinos y entre los compañeros de tarea.

Amar a Dios lleva a amar la ilusión que puso desde el principio en el hombre y en la sociedad de los hombres: que se amen, que vivan en armonía, que se ayuden unos a otros, que no piensen solo en sí, que colaboren, que sean leales unos con otros, que cumplan con su trabajo, que sean serviciales con los demás. Y para eso, cada uno ha de empezar por él mismo. El trato, el compañerismo, la convivencia, la amistad, la conversación, la sugerencia, el trabajo esforzado, la alegría, hará que este afán por lograr un ambiente mejor se vaya extendiendo. Y entonces podremos manifestar cómo se consigue, cuál es el secreto: la esperanza ha de ponerse en Dios, y solo en Él, y es esperanza de vida eterna. Pero, como amamos a Dios, ese amor nos lleva a querer todo cuanto Él quiere. De modo que el resto viene por añadidura: una vez que nos ponemos a promover el bien para los demás, para los pocos demás que tengamos a nuestro alcance, y para los demás a los que poco a poco vayamos llegando.

¿Podemos ser santos? Sin duda alguna. San Josemaría proclamaba que la confianza de llegar a la santidad no proviene de nosotros, sino de Él, de Jesús. La santidad es un camino que no acaba, pero un camino que nos introduce en Dios y que nos lleva a querer hacer todo el bien que vemos bullir en su corazón, deseoso de que alguien, quizás nosotros entre ellos, podamos llevar a cabo en cada momento.

¡Qué lejos quedan, podemos verlo ahora, los deseos egoístas de confiar en la salud o en el empleo estable! Lo procuraremos, pero no será la opción prevalente. La opcioón prevalente es amar a Dios y hacer su voluntad: la única que nos puede dar fuerza y constancia para insistir en hacer el bien sin mirar a quien. ¡Qué alegría saber que Dios quiere contar conmigo, con nosotros, para hacer felices a los hombres!, comentaba tambien san Josemaría. De eso, de eso se trata.

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