La normalidad, la rutina, la sucesión de lo normal, nos atonta. No nos atontaría si nosotros fuésemos anormales, es decir, si cada día tuviésemos la intención de transformar lo normal en algo inesperado, extra-ordinario. Pero somos tan dormilones y perezosos...
Un día Jesús quisó comportarse de un modo verdaderamente imprevisto. Eligió a tres discípulos y los llevó consigo. No eligió un grupo más numeroso, porque los menos preparados podrían haber aplaudido y decir: ¡más, más!, como si aquello fuera un espectáculo. No lo era. Simplemente Jesús quiere hacer ver a sus discípulos -y a través del relato evangélico a todos nosotros-, que la vida espiritual existe, que a través de ella conectamos con el más allá de Dios, con la vida eterna.
Porque ese es el problema, que alguién ha expuesto muy bien: si con la vida sobrenatural no logramos cambiar el mundo, si a base de esfuerzo no logramos nada, ¡la vida espiritual es inútil! Habremos de dejarnos caer en la vida corporal, en el tiempo, en lo pasajero. Procurando que no nos haga mucho daño lo que ocurre cuando se nos venga encima. Todo el mundo va a lo suyo, ¿qué tenemos que comprender en medio de tanta mediocridad? ¿Para qué ir contra la corriente que produce la mayoría? Dejémonos llevar, al menos gastaremos menos esfuerzo.
No, no. No se ha entendido el mensaje de Cristo: la transformación es interior, el hombre nuevo ha de resurgir entre la marcha ordinaria de la vida; el aburrimiento es una enfermedad espiritual; la apatía y el abandono son cobardía, miseria personal. ¡Cada día será distinto si queremos hacerlo distinto! Es un asunto que se resuelve en el interior de la persona.
Jesús se transfigura, se muestra en todo el esplandor de su vida espiritual y divina. ¿Vamos a renunciar a nuestra fe? Sólo Él tiene palabras verdaderas, que dejan entrever una vida eterna.
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