Caifás no reconoce al Mesías, al auténtico descendiente del rey David, a Aquél para el cual se creó la dinastía. Ningún sucesor de David fue medianamente digno de su condición. La línea dinástica quedó hecha trizas casi desde el principio, muy pronto en Israel, el reino del norte, y luego en Judá.
El Domingo de Ramos, Jesús quiso manifestar su condición de descendiente legítimo de David. Quiso ser aclamado como Rey, según la costumbre antigua, subido al borriquillo real, a la cabalgadura más segura, y humilde, que hasta entonces utilizaron sus antecesores.
No utiliza legiones de ángeles, ni de partidarios organizados en orden de batalla. Su autoridad es moral, espiritual. Y el gobierno que pretende no es el gobierno temporal, sino que se ofrece a los corazones libres de los hombres que le reconozcan y le aclamen. Queremos, ¡quiero!, que reine Cristo.
Para reinar debe vencer al enemigo atrincherado para darle muerte. Hay que jugarse el todo por el todo. Si logra matar, vencerá, piensa. Jesús ve las cosas de otro modo, verdaderamente sobrehumano: -Si me matan, porque yo no quiero matar, venceré.
Los cristianos queremos vencer al modo de Cristo. No ganamos cuando salimos triunfadores en este mundo. Esos triunfos efímeros quedan para el enemigo, que piensa que con acumulación de victorias lograran la definitiva. No tienen otra opción más que repetir una tras otra. El triunfo de Cristo tras la humillación de su Pasión y de su Muerte es la Resurrección, una victoria definitiva. Porque "mi Reino no es de este mundo".
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