La Encarnación del Hijo de Dios (el Verbo, por ser el comunicador que nos habla de la Trinidad divina), tiene por finalidad ayudar al hombre en la vida en la que se ha visto introducido después del primer pecado.
La vida se ha complicado mucho. Dios la hizo sencilla, pero el hombre la ha enmarañado con sus decisiones. Cuando uno no sabe de algo, más vale no tocarlo. Pero el hombre, carente de experiencia y de conocimiento, decide actuar por su cuenta en el mundo creado por Dios, desoyendo las indicaciones que Dios le hace. Y así nos va. Seguimos rechazando su ayuda como el niño que quiere librarse de la mano que quiere dar estabilidad a sus pasos, o guiarle para que tome la dirección oportuna, en lugar de ir de aquí para allá sin ningún sentido. El niño se entrendrá, sí, pero sus correrías no tienen ningún sentido.
Jesús viene a la tierra, a este mundo que el hombre ha construido por su cuenta, sin saber el cómo ni el por qué de cada cosa. Viene a decirnos que escuchemos al Padre, que nos dejemos ayudar por el Espíritu Santo. Y que Él nos acompañará hasta el final del mundo desde la Eucaristía.
Por eso la Eucaristía, el alimento espiritual de nuestra fe, de nuestra esperanza y de nuestro amor desinteresado (desinteresado respecto a nosotros, no respecto a los demás a los que queremos ayudar), ha llegado a ser el punto de referencia del cristiano. Participar de la Misa es estar junto a la Cruz, en la que Jesús se entrega hasta la última gota de su sangre por nosotros. Recibir la Eucaristía, es unirse a Cristo libremente, por amor, pidiéndole que nos acompañe todos los instantes de nuestra vida, para que podamos hacer la voluntad del Padre expresamente querida para nosotros, según nuestras circunstancias.
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