Jill Rigby, en el libro recomendado en este blog: Educar hijos respetuosos en un mundo irrespetuoso, cuenta una anécdota en la Introducción. Ha de entrevistar chicos de 10 a 14 años de un barrio y tiene ante ella una chica catorceañera mal encarada.
Ante esa actitud Jill piensa cómo hacerle una pregunta que pueda ser rebeladora de su estado interior:
-¿Qué es lo más agradable que tus padres podrían decirte?
-Sé una señorita. (posiblemente quiere decir, sé alguien respetable, segura de tí, que sepa comportarse)
Jill se distrae un poco y le pregunta si suele escuchar a sus padres. No. ¿Por qué? La chica dice que está en rebelión contra ellos. ¿Por qué? Y responde con desprecio: -¡Ya se lo dije! Jill cae en la cuenta:
-Te rebelas porque de verdad quieres ser una señorita pero nadie te ayuda, ¿no es cierto?
Nos detenemos para hacer la siguiente observación: si queremos entender a la persona con la que hablamos, hemos de concentrar la atención en ella: mirándola y esforzándonos por comprender lo que dice y lo quiere decirnos, lo lograremos. La anécdota recuerda el comentario de Francis Bacon, primer teórico de la ciencia: si queremos comprender la naturaleza hemos de mirarla atentamente: ella nos habla.
¿Por qué no intentamos esto mismo en la oración, ante el Sagrario, ante un Cristo o una Virgen? Podemos preguntarles, ¿qué haces aquí, quién eres? Nos hablarán, nos dirán quiénes son, qué hacen ahí, ante nosotros, y qué esperan que hagamos.
Pero al hablar, vayamos al núcleo del asunto: ¿Tú, quién eres? ¿Yo, qué tengo que ver contigo, hoy, ahora?
No será repetido el diálogo porque cada día, a cada hora, el tema esencial más importante, estará cargado de matices. Inténtalo.
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